jueves, 22 de noviembre de 2012

Dos extraños suben a un tren... por Hitchcock

Sumergirse al universo de Alfred Hitchcock significa entrar a él y no salir jamás de ahí. La gran obra del maestro del suspenso es justamente eso: grandiosa. No se puede hablar solamente de trama y mantenerse en el límite al explicar: “sí, bueno, la película trata de esto…”, porque es imposible. Hitchcock proporciona con cada película una profunda inmersión a la psicología del ser humano y sus más recónditas perversiones y desviaciones; es una maldad en la que uno se regodea y disfruta a placer, tan sólo para encontrarnos de frente con nuestros propios demonios. Representa la ansia de morbo y curiosidad que nos mantiene al filo del asiento, conteniendo la respiración, las manos sudorosas y la mente tratando de entender lo que está sucediendo y lo que está a punto de suceder, y Extraños en un tren engloba perfectamente todo eso que he enumerado.

Guy Haines (Farley Granger) es un tenista cuya carrera va en ascenso y el hado ha dispuesto que se tope con el sociópata Bruno Anthony (Robert Walker), un junior desempleado que vive de la riqueza de sus padres, en el tren camino a su pueblo natal. Bruno lo reconoce y no deja pasar la oportunidad de conversar con alguien que comienza a destellar fama y ya entrado en confianza, le platica su plan para el asesinato perfecto; todos tienen alguien a quien quisieran eliminar de su camino, argumenta Bruno, en referencia a la esposa que le niega el divorcio a Guy, Miriam, y al padre del mismo Bruno -quien probablemente desee lo mismo para su hijo-. Para dar fin a la enfermiza conversación que han sostenido, Guy concuerda sarcásticamente con todo lo que Bruno ha dicho, simplemente para escapar de la manera más rápida de ahí, aunque aquel lo toma como el pacto firmado por sangre, por lo que comienza a movilizar su plan: Bruno asesina a Miriam y espera que Guy lleve a cabo su parte del trato, aunque este se niega y busca delatar los crímenes de Bruno. En represalia, el personaje de Walker implicará a Guy en el asesinato de Miriam con un encendedor que tiene sus iniciales grabadas. La tensión va creciendo hasta culminar en con un enfrentamiento entre ambos personajes sobre un carrusel que da vueltas descontroladamente, hasta que explota y se derrumba, matando a Bruno en el proceso.

Ninguna trama de Hitchcock es fácil de resumir y de explicar, pues está tan plagada de metáforas, referencias, símbolos e imágenes que dejan entrever una compleja y brillante trama argumental de un genio cuyo principio y filosofía a la hora de contar una historia es hacer sufrir al público tanto como se pueda. Bajo este precepto, construye a sus personajes y los moldea dotándolos de sus propios traumas y obsesiones que son recurrentes en su obra. Ejemplo de ello puede ser el personaje/objeto de la madre. Bruno y su padre son enemigos que no guardan cariño, mucho menos amor, el uno por el otro, tan así que el hijo recurre, como única salida al problema, al parricidio. La madre, por otro lado, sostiene una relación madre-hijo que puede llegar a tocar los límites del complejo de Edipo: él vive mimado bajo el ciego amor de su madre, quien lo atiende en cualquier necesidad, desde su bienestar mental, hasta el físico, como la escena en donde ella le proporciona un manicure -un juego en donde las finas y atendidas manos de Bruno sufren una especie de animalización para convertirse en garras de la muerte, con las cuales estrangulará el cuello de Miriam en un parque de diversiones, pues todo, a final de cuentas, en el gran plan de Bruno, es un juego de contrarios… criss cross.

Otro tema recurrente en el universo hitchockeano es el precepto de que todos tienen alguien a quien quisieran ver muerto. Esta filosofía, si es que se puede llamar así, aparece en otra de sus películas, La soga de 1948, en donde el personaje James Stewart, Rupert Cadell, entra en una larga y deliciosa explicación sobre el arte del asesinato: sólo los seres superiores tienen derecho a cometer asesinato, para librarse de un ser inferior. Los seres superiores, a los que alude Rupert, son aquellas mentes brillantes, intelectuales, burgueses (obviamente), que aportan a la sociedad con su alto estilo de vida y reflexión, mientras que los inferiores van siendo clasificados como aquellas molestas personas que detienen la fila para entrar al teatro, o un mesero que no se apura con las órdenes de la mesa, etc. Bruno, así pues, parece seguir esta escuela de pensamiento cuando, en una de las reuniones del senador Morton, comienza a explicar cómo y por qué cometer el asesinato perfecto, regresando al precepto de que todos tienen a alguien que quieren matar y la idea de asesinar, es una que a todos les cruza por la cabeza.

El asesinato es el tema por antonomasia en la obra de Hitchcock y es el prodigio con el cual firma cada historia. No hay muerte o asesinato que se copie entre sí; así como no hay muerte o asesinato llevado a cabo de la manera más sucia o despreocupada. Cada matanza que el director muestra es en sí una obra de arte y en él, las palabras de Rupert Cadell se hacen realidad: es el arte del asesinato. Es artístico ver cómo todas las piezas se posicionan cuando Bruno acecha a la promiscua Miriam, quien, no satisfecha de tener la compañía de dos hombres, coquetea con la mirada enfermiza de Bruno, mientras éste los sigue por el recorrido del parque de diversiones, culminando con un paseo por el túnel del amor y dar muerte a Miriam en esa escena tan famosa en donde la mirada del espectador se ve distorsionada por las gafas de aquella que yacen en el suelo. La escena parece salir directamente de alguna película expresionista alemana de terror, con ese juego de luz y sombras, en donde la metáfora juega perfectamente el papel que debe: cuando la cámara nos muestra el asesinato de Miriam, es un recuento mediado y fragmentado que pone en entre dicho a la audiencia como testigo. Es la mirada de Hitchcock, funcionando a manera de narrador, eligiendo lo que debe contarse y cómo debe contarse, algo que me recuerda al narrador en El Quijote cuando inicia con el famoso: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”.

Habrá que buscar las similitudes y las diferencias entre la novela de Patricia Highsmith, en la cual está basada esta película, y la versión de Hitchcock; aunque a juzgar por personalidades y desviaciones creativas, ambos parecen jugar del mismo lado del jardín. La autora y el director comparten el mismo gusto por el thriller psicológico y esa sensación de satisfacción al sumergir al lector/público en un vaivén de emociones en donde no sienten compasión por nada ni nadie. Podrá ser que en verdad no exista el asesinato perfecto, sin embargo, Hitchcock su mundo, lo ha hecho posible, quizá sea esa la razón por la cual ocupe los primeros lugares en las listas de la crítica y de los cinéfilos (y lectores) comunes y corrientes. Yo siempre he pensado que de analizar y estudiar a fondo la obra de Hitchcock, uno podría cometer el asesinato perfecto, aunque mis filosofías vayan completamente en contra de aquellas que profesan Rupert Cadell, Bruno Anthony, y por supuesto, Alfred Hitchcock.

Aquí les dejo, esa memorable danza de la muerte entre Miriam y Bruno:




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