Si son constantes lectores de este humilde blog, sabrán que su servidora, esta muchachona chaparra y curiosa, yo, soy una verdadera melómana, osease, una completa y absoluta obsesionada, traumada, enamorada, de la música. La música es mi todo, o mi segundo todo. Bueno, no entraré en clasificación, pero sí ocupa un lugar MUY importante en mi vida. La música me sigue a todos lados; siempre escucho música, siempre traigo una canción en la cabeza, mis pies inevitablemente siguen el ritmo de las melodías, amén de que en donde me encuentre reine nada más que el absoluto silencio. No es distracción, no es locura, es un complemento, es mí complemento. Yo no soy yo sin ella. Aunque yo no la busque, la música me encuentra, me busca y siempre llega en el mejor de los momentos, con el mejor de los consejos; sabe cuándo quiero reír y cuándo quiero llorar, cuándo pido concentración y cuándo distracción. Incluso sabe callar cuando necesito ese momento (nada común) de completo silencio y abandono, aunque llegue muy, muy esporádicamente.
Puedo platicar largo y tendido sobre el tema. Incluso puedo llegar a discusiones sobre ello. Los debates musicales me deleitan y encuentro gran placer en las personas que comparten esta misma obsesión, sobre todo cuando logran tener la mente abierta para probar y saborear diferentes cosas. Y creo que el tema no es algo que uno pueda llamar ridículo, sin sentido, pérdida de tiempo. La música ha estado presente en la historia por siglos y siglos y siglos, la ha recorrido hombro a hombro con el hombre, y con más razón aún, con nosotros, contigo, conmigo. No conozco a persona que diga “yo odio la música, no la soporto”. No lo sé, tal vez ustedes conozcan a alguien así, pero a mí me parece una idea bastante extraña por sí misma.
La vida sería tan seca, tan pesada si no tuviera ese eterno acompañante de dulces y embriagantes melodías. Viviría deprimida y sin inspiración. Mi creatividad se vería reducida al mero polvo de una débil imaginación. Incluso los sueños se convertirían en estáticas imágenes a blanco y negro. Estoy segura de que todos tenemos una canción (o muchas) que nos definen. Que cuando personas que nos conocen la escuchan dicen: “mira la canción de fulano o sutano”. Todos hemos sido presos de los recuerdos y la nostalgia cuando escuchamos esa canción. Por ejemplo, siempre que escucho “Michelle” de los Beatles, puedo recordar, como si fuera ayer, el estar tumbada panza abajo sobre la vieja alfombra que cubría el piso de la sala de mis padres cuando tenía 8 años y sentirme fascinada ante lo que escuchaba, y que cada vez que terminaba la canción, aplastaba el Rewind de la casetera y la volvía a escuchar, así hasta que podía yo cantarla de memoria, incluso los versos en francés. O cómo la primera vez que escuché el “Peace Train” de Cat Stevens, estaba en la camioneta de mi tía circulando por las Lomas en el DF, y sentí que la piel se me ponía chinita ante la letra de la canción y el sonido de la guitarra. O la primera vez que escuché “The Rat” de The Walkmen, sentí como todo lo que tenía embotellado muy dentro de mí, salía en una explosión de gritos y golpes sobre el volante de mi carro al ritmo de la batería y la guitarra, y que después de 5 veces de escucharla seguido, pude cantarla a ronca voz, sintiendo el poderoso y maravilloso efecto de la catarsis. En fin, podría continuar con la lista, pero creo que jamás terminaría; una vida entera podría contarse a través de canciones...
Puedo platicar largo y tendido sobre el tema. Incluso puedo llegar a discusiones sobre ello. Los debates musicales me deleitan y encuentro gran placer en las personas que comparten esta misma obsesión, sobre todo cuando logran tener la mente abierta para probar y saborear diferentes cosas. Y creo que el tema no es algo que uno pueda llamar ridículo, sin sentido, pérdida de tiempo. La música ha estado presente en la historia por siglos y siglos y siglos, la ha recorrido hombro a hombro con el hombre, y con más razón aún, con nosotros, contigo, conmigo. No conozco a persona que diga “yo odio la música, no la soporto”. No lo sé, tal vez ustedes conozcan a alguien así, pero a mí me parece una idea bastante extraña por sí misma.
La vida sería tan seca, tan pesada si no tuviera ese eterno acompañante de dulces y embriagantes melodías. Viviría deprimida y sin inspiración. Mi creatividad se vería reducida al mero polvo de una débil imaginación. Incluso los sueños se convertirían en estáticas imágenes a blanco y negro. Estoy segura de que todos tenemos una canción (o muchas) que nos definen. Que cuando personas que nos conocen la escuchan dicen: “mira la canción de fulano o sutano”. Todos hemos sido presos de los recuerdos y la nostalgia cuando escuchamos esa canción. Por ejemplo, siempre que escucho “Michelle” de los Beatles, puedo recordar, como si fuera ayer, el estar tumbada panza abajo sobre la vieja alfombra que cubría el piso de la sala de mis padres cuando tenía 8 años y sentirme fascinada ante lo que escuchaba, y que cada vez que terminaba la canción, aplastaba el Rewind de la casetera y la volvía a escuchar, así hasta que podía yo cantarla de memoria, incluso los versos en francés. O cómo la primera vez que escuché el “Peace Train” de Cat Stevens, estaba en la camioneta de mi tía circulando por las Lomas en el DF, y sentí que la piel se me ponía chinita ante la letra de la canción y el sonido de la guitarra. O la primera vez que escuché “The Rat” de The Walkmen, sentí como todo lo que tenía embotellado muy dentro de mí, salía en una explosión de gritos y golpes sobre el volante de mi carro al ritmo de la batería y la guitarra, y que después de 5 veces de escucharla seguido, pude cantarla a ronca voz, sintiendo el poderoso y maravilloso efecto de la catarsis. En fin, podría continuar con la lista, pero creo que jamás terminaría; una vida entera podría contarse a través de canciones...