Odio que me gane el sueño, el cansancio y la flojera de pensar, pero es que las voces de mi cabeza no dan una. Hablan todas al mismo tiempo y entre sandeces y estupideces no ubico a la que me ilumine el buen camino de la razón; aunque a esta hora y después de tanto, la razón ya no tiene relevancia alguna. Los surrealistas solían inducirse el delirio en busca de inspiración, al privarse del sueño por días; debo admitir que la idea me resultó tentadora, muy tentadora, pero a la hora de la hora, en el momento justo que veo la línea entre el sueño y la vigilia, mi temple vacila y lo cobarde me aflora. Llegando el momento, es mayor el amor profesado al sueño que a cualquier prodigiosa epifanía que con la privación de este pueda ocurrir... más aun cuando debo agradecer el hecho de que mi bebé de casi cuatro meses ha aprendido a dormir toda la noche. Esas dulces horas de sueño son tan tentadoras como para dejarlas pasar. Por otro lado, la sobre producción de ideas y el embotellamiento de palabras, al no tener salida, me causan dolor. Dolor transformado en frustración, frustración transformada en enojo, enojo transformado en jaqueca, jaqueca transformada en mal genio. No hay peor sensación que aquella causada por el enclaustro de las ideas en reproducción y evolución. Sin embargo, entre los laureles de dicha victoria onírica me rindo y profeso lealtad a Morfeo, en espera de un diluvio de imágenes que me ahoguen sin tregua, hasta que me vea privada del mundo de las ideas por los sollozos de un niño hambriento. Hasta mañana, en espera del descorche de esas palabras bien añejadas.
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