Tengo una necesidad, casi enfermiza, de escribir todo el tiempo a puño y letra. No hay nada que se le compare al placer de tomar una pluma entre los dedos y abrir un cuaderno, ver la hoja en blanco y deslizarse a través de ella. Mancharla, ultrajarla en un completo arranque de violencia e inspiración; no hay mejor confidente que un inmaculado pedazo de papel. Pero a veces, y sólo a veces, sucede que quiero decir tantas cosas que todo queda atorado en algún punto del camino entre el cerebro y la pluma; cuando esto sucede, tiendo a escribir lo que sea y lo que pueda: listas, frases, extractos, versos, diálogos, monólogos, lo que sea y se me ocurra, o tenga a la mano en ese momento. Cuando mis palabras no salen, tomo prestadas las de otro creador, otro pensador; otra persona que sintió ese violento arranque de desvirginar un pedazo de papel. De esta manera, he llenado cuadernos, cuadernos y más cuadernos; cuadernos que aun poseo y no me atrevo tirar. Sé que algún día todas esas voces anotadas entre las páginas terminarán por hablarme e iluminarme. Entre uno de esos tantos cuadernos que por aquí y por allá guardo, encontré una cita que me confirmó el por qué las palabras guardan tanto poder y por qué terminan de contagiarme y convencerme de que necesito tanto de ellas como ellas de mí. No recuerdo, y estúpidamente no escribí de qué libro tomé prestado esto, pero doy gracias a Slavoj Zizek por haberlas escrito:
Imaginemos que sufro un impulso pasional, me he enamorado de otro ser humano, y declaro mi amor, mi pasión por él o ella. Siempre hay en esto algo perturbador, violento. Puede parecer una broma, pero no hay nada de ello: no se puede emprender un juego de seducción erótica de modo políticamente correcto. Hay un momento de violencia, cuando se dice: "te quiero, te amo".
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