jueves, 29 de septiembre de 2011

... pensando sobre Radiohead

La primera vez que escuché OK Computer tenía alrededor de 12, 13 años y fue ‘Karma Police’. No entendía muy bien lo que Yorke cantaba, pero la música… la música, el feeling… había algo ahí que me hacía sentir cosas que jamás había sentido, me hacía pensar cosas que jamás había pensado. En mi pequeño mundo de cuasi-adolescente, experimentando por primera vez el sentimiento de otredad, la vida parecía ser solamente de una manera, y he aquí que en cuatro minutos, una melodía me abría un panorama vasto e ilimitado. Todo a mí alrededor, llámese la plasticidad de compañeros preparatorianos con los cuales compartía obligatoriamente mi tiempo, llámese personas que se hacían llamar amigos, llámese el entrar en términos con uno mismo y acostumbrarse a los cambios físicos, ideológicos –si es que a esa edad se tiene ideología alguna, o comenzando por el simple hecho de saber lo que era una ideología-, en fin… una serie de cosas; todo aquello quedaba opacado por un pedazo de música. Fue la primera vez (mi primera vez) que descubrí que podía perderme de esa manera. “For a minute there, I lost myself” me cantaba al oído. Pero no me perdí solamente por un minuto, sino ya de por vida. Me encontré a mí misma en la música y ya nunca me he vuelto a perder. Así que Radiohead se convirtió en mi coming-of-age-band… la música de mi evolución. Y así como me sucedió a mí, le sucedió a medio mundo. No me siento especial, ni original por ello, sino comunicada y relacionada con todo un universo de personas, de mentes, de ideales, lo cual se me hace algo increíblemente genial.

A partir de OK Computer, regresé a las bases, a Pablo Honey y The Bends, a re-escuchar piezas de música que ya había escuchado; canciones a las cuales había dado muecas y gestos, sonrisas y guiños, pero con las cuales no me había permitido perderme del todo. El debut realmente no es de mis discos favoritos, salvaría un par de canciones realmente, aunque una de ellas la desecharía por choteada. Tan choteada que aun hoy en día es la culpable de que ciertas películas terminen por ganar el Oscar en categorías como mejor soundtrack. En fin. Comenzar en el tercer peldaño del escalón y regresar al inicio, me permitía una perspectiva un tanto diferente de lo que fue el origen de una de las bandas más importantes de los últimos 20 años (digan lo que me digan). O, mejor, creo que debo rectificar… la banda más importante de los últimos 20 años. Escuchar su música no era una mera actividad de escuchar por escuchar, sino de experimentar, de contemplar; de escuchar y asimilarlo todo, reflexionar y reinterpretar los sonidos y la letra, las voces y los ambientes. Supongo que esto fue algo parecido a lo que sucedió con los Beatles y discos como el Sgt. Pepper's... Ya no eran meros discos de música que uno ponía por evitar el silencio, sino obras artísticas a las cuales uno recurría en momentos de necesidad, de gran vorágine creativa y reflexiva; en momentos en los cuales uno quería permanecer a solas con sus propias ideas, en ese estado de perfecta comunión entre el ser y el estar. Kid-A y Amnesiac representan esa necesidad de inmersión. Inmersión en una manera de crear sonidos dentro de una paradoja, en la cual, a través de la organicidad de los instrumentos y la, aparente, plasticidad de lo electrónico, se creaban ambientes o estados que entraban en completa comunión con el ánima… ¿qué otra manera hay describir lo que, canciones como ‘How To Disappear Completely’, quieren decir? “That there, that’s not me. I go where I please, I walk through walls”. O el ahogado jazz que proporciona ‘Pyramid Song’, y digo ahogado por esa sensación computarizada que se contrapone con la batería y el piano. Y así podría nombrar y nombrar ejemplos, pero para qué. Qué mejor que escuchen los discos de primera mano. Pero no es solamente el “qué me hace sentir” o “lo que me ayuda a descubrir de mí persona”, sino lo que también aprendo, con lo que lo relaciono y las cosas que descubro de todo ello. Eso que imprimen en las cajitas de plástico “La música es cultura”, sé que todos lo leen, pero nadie lo cree, o al menos somos pocos los que lo creemos de corazón. En literatura aprendemos que una obra tiene detrás de sí una enorme tradición literaria sobre la cual se construye y de la cual no puede escindirse. Esto es una verdad que se aplica también a la música; no solamente en un nivel musical, sino literario, cinematográfico, artístico en general. La música no sólo habla de música, sino de la vida y todos sus agregados. Escuchen el Hail To The Thief y quien haya leído a Orwell me dará la razón, y es que la referencia está más que obvia… ‘2+2=5’: “Are you such a dreamer, to put the world to rights? I’ll stay home forever, where two and two, always makes a five […] It’s the devil’s way now, there is no way out. You can scream and you can shout. It is too late now because you haven’t been paying attention”. Prácticamente un resumen de 1984. Escalofriante y fascinante al mismo tiempo.

Radiohead ha redefinido no solamente vidas –que se escucha cursi y mamón al mismo tiempo, pero digámoslo así nomás por decirlo-, sino que ha definido a toda una industria que cayó en el hoyo del consumismo, la publicidad y la mercadotecnia, de la moda, de lo naïf, incluso, en un sentido de ingenuidad y desprendimiento que al escucha lo quiere evadir de toda sensación. In Rainbows fue en contra de toda esa cultura de fatalidad consumista cuando decidieron dejarlo al precio que la gente quisiera. Ahora sí que por amor al arte, lo cual terminó de flecharme el corazón. A parte de que se volvió a solidificar como una de las bandas más innovadoras creativamente y musicalmente, con una propuesta totalmente original, fue un parte-aguas dentro de la historia de la industria. Y de ahí p’al real. Podría seguir vertiendo mis tripas y mi corazón en el tema, pero nunca terminaría. Mejor lo dejo y los dejo con la esperanza de que corran a poner algún álbum de mí banda favorita (y la favorita de muchos otros)… yo por lo pronto termino escuchando ‘Life In a Glass House’ del Amnesiac.


jueves, 22 de septiembre de 2011

(chueco)

Vámonos chueco, desde que cuelgo la camisa en un techo desigual. Los ganchos no enganchan y los hilos no hilan... las ideas quedan sueltas, por ahí, en el aire, mezclándose con el oxígeno, con el carbono; contaminándolo todo, todo aquello que puro alguna vez fue, y ahora, en esa invisible nube de negruzco vapor colgamos todo, nos colgamos todos, como en un principio quedó colgada aquella camisa... una camisa, colgada de un techo torcido, empañando el ambiente del color tan brillante que alguna vez tuvo.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Digresiones a las 4 de la mañana.

Es madrugada de argentinos… A las cuatro de la mañana Gustavo Cerati resuena con todo su esplendor en mis audífonos mientras leo El túnel de Ernesto Sábato. Todo comenzó hace ya más de media hora, mientras acostada, entre la fogosa penumbra, salió del caótico shuffle del iPod ‘Cosas Imposibles’, y sumándolo al hecho de ya no tener sueño, decidí continuar leyendo acompañada de Bocanada. La combinación no está nada mal, la verdad. Aunque imágenes de bebés plastificados bailando sobre incubadoras saltan a la mente de vez en cuando, cosa que no tiene nada que ver con mi embarazo, eso sería ya un poco patológico. Y sí, al mismo tiempo escribo… soy una calificada multi-tasker con concentración dispersa pero bien enfocada.

(esta es la razón de los bebés plastificados)

martes, 13 de septiembre de 2011

St. Vincent en la madrugada

A la 1:48 de la mañana, siendo un martes cualquiera, me encuentro despierta y cansada, solamente deseando poder dormir; sin embargo, al parecer, los martes son días en que los deseos no se hacen realidad, así que me resigno, como muchas noches anteriores, a pasar desvelo y cargar con ello horas más tarde, mientras escucho clases, mientras tomo apuntes, mientras intento razonar el último pedazo de poesía española. Al menos tengo compañía, el pequeño bebé que cargo dentro de mi está despierto también, y al parecer muy entretenido, moviéndose y estirándose a sus anchas, quitándole el aire a mamá. En fin, trato de concentrarme en otra cosa, como en el juego de solitario que he dejado a medias para escribir, o concentrarme en la voz de St. Vincent, de quien he obtenido su último disco Strange Mercy y del cual hablaré justo en estos momentos, nada más por tener algo que hacer… digo, algo más que jugar solitario, lo cual encuentro verdaderamente desesperante.

Strange Mercy es el tercer álbum de esta belleza (diosa) de mujer, por quien me aflora un ligero amor lésbico, debido a la inmensa admiración que me causa, mezclado enfermizamente con un pequeño porcentaje de envidia por semejante talento. Ya ven, aquellos que no podemos crear música, la escuchamos, la contemplamos, la veneramos y en sus deliciosas notas nos llenamos de placer. Hace dos años que este mismo sentimiento afloró en mi al escuchar Actor (2009), su segundo álbum; y dos años antes que eso fue exactamente la misma sensación con Marry Me (2007), mezclado con la peculiar extrañeza de escuchar su violenta manera de enfrentar una canción… la amé. Tras escuchar Strange Mercy, me he visto en la necesidad de regresar al pasado y comparar, notar el crecimiento o la evolución, si es que alguna hubo (sí, sí la hubo); los sonidos, la letra, los colores que proyecta, etc. Y vaya, no pienso describir diferencia por diferencia, los aburriría, me aburriría a mí misma. Es un claro crecimiento en un abanico de cuatro, cinco años; mientras que en Marry Me se percibe una ligera inocencia o ingenuidad, en Strange Mercy es palpable una cruda honestidad sobre su propio crecimiento, sobre la vida, sobre el tedio y el ocio, sobre el querer sobresalir y ser algo, alguien más. Ejemplo de esto último podrían ser “Cruel”, “Cheerleader”, o “Year of The Tiger”, la cual me recordó a la ya temática y arquetípica “Eye of the Tiger”. Las canciones están cargadas de energía, de guitarrazos estridentes, cargados de fuzz, violentos incluso, cuyos orígenes han sido descritos por ella misma como productos del feeling del momento, de lo que la canción pide para sí y no tanto de la técnica. Estos ambientes creados a lo largo del álbum me hace recordar en veces una versión temprana de Björk, quizá algo entre el Homogenic y Post (aunque por supuesto que no comparo a una con la otra, son dos voces, dos estilos, dos personajes muy diferentes). El álbum es de una crudeza pegajosa que jamás llega a esos niveles de bizarra creación musical a los cuales llega Björk; St. Vincent oscila más entre el pop y el rock, coqueteando en un nivel muy menor con aspectos electrónicos. El resultado es un disco rebosante de ritmo, de perfectas armonías, de paradojas entre la dulce y engañosa voz de Annie Clark y la brutalidad con la cual toca la guitarra, paradojas entre la letra, a veces cargada de fuerza, y la aparente melodía despreocupada con la cual contrasta, o viceversa, como en “Hysterical Strength”, la penúltima pieza del álbum.

Bien dicen que la tercera es la vencida, pero cuando se tienen tres magníficos discos, colaboraciones a diestra y siniestra, no creo que aplique el dicho. Ese número tres no es un limitante, sino una señal, o mejor, una promesa de que las creaciones musicales de esta mujer no se harán esperar, su talento no terminará desechado por las alcantarillas y de que seguiremos disfrutando de sus canciones por mucho tiempo. Pero mientras esos tiempos venideros llegan, termino de escuchar su discografía y deleitándome con su voz, quizá en espera de que algún día llegase yo a tocar y cantar como ella (Ja)… está bien, esta vez sólo me pierdo en la fantasía, lo que realmente deseo ya, es dormir.



viernes, 2 de septiembre de 2011

Inicio y fin de un viaje natural.

Leyendo sobre asuntos escolares, me distraje por las hipnóticas melodías: oscuras, trágicas, melancólicas, ridículas, divertidas, sensuales, soberbias, legendarias… la concentración simplemente ya no se dio, y mi interés migró de un punto a otro totalmente diferente. Dejé mi cuerpo, ahí sentado frente al escritorio, frente al caótico desparrame de hojas cuyo contenido teórico comenzaba a adormecer mis sentidos; lo dejé inerte, tranquilo, con la mirada perdida en la grisácea pared torpemente iluminada. Ahí me dejé atrás y continué, al mismo tiempo, no en cuerpo, pero en esencia, en ser, hacia otro lado, liderada por el más inusual de los líderes; mas quién soy yo para negar semejante viaje, provocado por la más exquisita de las drogas (y aún bastante legal), por el mejor de los vicios, aquel que se presta a ser utilizado en toda su exagerada amplitud o en el más estoico de los gustos… viaje ininterrumpido, ilimitado, ilusionado, soñador, ridículo, estúpido, ocioso, agradable. Sin topar con el techo me atrevo a brincar en un mundo desproporcionado de gravedad alguna; y con esa misma ligereza con la cual he podido abandonarme al olvido del mundo, de la humanidad, de mí misma, con esa misa ligereza me enfrento ante la blancura que siempre me acecha, me intimida, me incomoda, me hace daño, me bloquea, me enfurece. Oscilando la mirada entre la grisácea pared y ese blanco pedazo de espacio que tanto acongoja la inspiración, escribo sin pensar y pienso en lo que escucho, pues este es el único camino que parece continuar hacia puerto seguro contra la indiferencia que esa blancura me provoca. Rasgueando fuera de tono, bajo el cielo del oeste, despojado de nube alguna, sigo este camino de terracería mental que me impide pues trabajar, una vez que aquel ilimitado viaje se vio violentamente obligado a finalizar. Y nuevamente me enfrento a la blanquecina franqueza del espacio irreal que frente a mi amenaza la vista jovial que comienza a fallar.